El perro no ladra. Aúlla en forma intermitente el dolor de una ausencia que lo descompone en sonidos de u. A mi lado, la cama está vacía. Kao se despertó con una pesadilla y se fue al sillón. Yo me quedé dormitando acalorada e inquieta, por el mal sueño de Kao y por el dolor de su ausencia. Quise aullar pero no pude. Tampoco pude dormir.
El amor es de color azul, me dijo cuando lo conocí. No lo tomé en serio y le hablé de la luz de los silencios. Le conté de los silencios blancos, esos llenos de colores y posibilidades, y de los otros, los negros. ¿De qué color es tu silencio? Mi silencio es blanco, y el amor es azul, insistió. No supe a qué se refería.
Me levanté de la cama y fui hasta el sillón. Me acurruqué a su lado y el contacto con su piel me tranquilizó. El aullido del perro sonaba muy lejos. Soñó que él moría y que yo lo dejaba acostado junto a mí en la cama. Se despertó sobresaltado y se tuvo que ir. Por un momento, me creyó capaz de no poder renunciar a su piel, incluso cuando él no estuviera más ahí. Me habló con voz suave y me pidió permiso con extremo cuidado. Sacó el brazo de arriba de mis hombros y se acomodó en el sillón. Me miró ajeno, extraño. Permanecimos en silencio. Nosotros que adoramos las palabras -él mucho más que yo- no encontramos qué decir.
Volví a la cama y me dormí. El vino detrás y se acostó a mi lado. Acercó su cuerpo y con el roce de nuestra piel vi aparecer el color azul. Comenzó a salir de nuestros cuerpos en forma de humo, como si fuera un vapor. Espesado al contacto con el aire, el azul se apoyó en las sábanas, en la pared blanca. El piso de madera se acercó al techo al compartir el mismo color. Un ronroneo tapó al aullido y la ausencia desapareció. Mi cuerpo, como el de él, se evaporó. La plenitud nos convirtió en ese espacio colorido que lo llena todo y donde no queda rastro de dolor.
martes, enero 13, 2009
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