A veces, como hoy, tengo que nadar mucho, rápido, y sin parar. Llego a la piscina, bajo por la escalerita -no me zambullo- miro el reloj frente a mí y me tiro de espaldas, sin precalentamiento, por el andén. Una brazada hacia atrás, otra, y la patada regular. Apuro un poco la patada y miro al techo donde enormes caños circulan agua que va y viene de la caldera a la piscina. A veces desde esos caños caen pequeñas gotas, justo en la cara, incluso en un ojo, porque no uso lentes. Siempre llevo los lentes, pero no los uso porque cuando me los pongo no veo nada, me aprietan la cara y es peor que un poco de cloro en los ojos.
Hoy tuve el andén para mí sola. Al lado, un señor nadaba crawl. Yo seguía de espaldas, porque es lo único que nado sin parar. Miro el techo y para no romperme la cabeza con la pared de la piscina de tanto en tanto miro para el costado, atenta al cambio de color de la línea flotante que con el rojo avisa que se termina el andén. Al llegar al final, me sostengo con las manos del borde de la piscina y otra vez doy un pequeño empujón hacia atrás con los pies, y nado. Brazada tras brazada, con la respiración regular. Al volver al lugar de partida miro el reloj y veo las agujas casi inmóviles, clavadas muy cerca del recuerdo.
Doy una brazada por ti, otra por mí, y otra por el silencio. Otra por esto y aquello. El agua en que floto me contiene, me abraza y diluye todo lo que hay que disolver. Aunque hay palabras insolubles. Por ellas nado más rápido, y más andenes, a ver si la velocidad o la cantidad ayuda. Pero no hay cloro o entrenamiento que las desdibuje. Sigo nadando y no me canso. Espero que un músculo me diga basta y se acalambre, pero nada. No me canso. Tampoco me olvido. Entonces se me ocurre que no es nadar lo que hace falta. El perdón no se encuentra en el agua.
miércoles, enero 14, 2009
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