A Mariela, mi amiga, la volvió loca un viento. Vivía cerca de la rambla y allí le nació un profundo pavor por las sudestadas montevideanas. Se suscribió a un servicio meteorológico que la alertaba por correo electrónico, al celular y por teléfono de la cantidad de kilómetros que correría cada día el viento. Y si superaba los 60 kilómentros por hora, salía de donde estuviera, subía a un taxi y se iba a su casa.
Yo no salgo de casa cuando hay viento, me contestó cuando la invité a ir al cine una tarde de tormenta. No le dije nada pero me molestó su respuesta. Me puse un abrigo, agarré el paraguas y salí a la calle. El aire tenía olor a mar. Abrí el paraguas y lo puse frente a mí para que además del agua parara al viento, pero no tuvo fuerza. Se me rompió el paraguas y me cayó toda la lluvia encima, las gotas me pegaron como chicotazos de agujas en la cara. Me tomé un taxi y me fui al cine. Ahí no se escucha la tormenta.
Los anfitriones del viento
domingo, enero 08, 2006
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