Salí apurada para llegar al banco antes de que cerrara. Llevaba en el hombro izquierdo la cartera y una valijita de cuero que cargo con papeles. Caminé apurada y con calor por 18 que estaba bravo con treinta grados en diciembre. En uno de esos pasos apurados no sé qué pasó si me resbalé o me tropecé pero el asunto es que me caí. Me fui cayendo y durante la caída me di cuenta que me iba al piso sin nada que hacer. Fue un segundo después de trastabillar: me caigo. Andaba con esas sandalias altas, con grandes plataformas ¡ya sos alta! ¿querés ser más alta? ¿para qué usás esas sandalias? me preguntó mi padre cuando le conté que me caí.
Cuando quise acordar estaba tirada sobre la vereda con las manos lastimadas. Un reflejo hizo que mis manos se pusieran delante del cuerpo mucho más rápido que el pensamiento. Fueron a dar justo arriba de una de esas tapas de hierro que hay en la calle para tapar los cables del teléfono. La tapa tiene pequeños relieves cuadraditos en los que aterrizaron mis manos. La palma de mi mano derecha cayó sobre uno de estos cuadraditos que me dejó un agujero con su forma en la mano. ¡Ay! ¿Te caíste? me preguntó amablemente una señora que caminaba por 18 al verme en el piso. ¿Te tropezaste? ¿Te lastimaste? Me hice m.... le contesté. Me hice m.... Al lado de ella y a pocos centímetros del lugar donde caí había un cochecito con un bebé adentro y la joven madre se acercó a mirame. Se le fruncía toda la cara como si le doliera a ella.
Fue la señora la que me levantó. Me agarró de un brazo y me tiró con fuerza. ¿Estás bien? se preocupó. Sí, gracias, muchas gracias. Me colgué bien el bolso y la cartera y seguí caminando un poco atontada con las manos sucias y la palma ensangrentada. Entré a un almacén y le pedí al empleado si me dejaba lavar las manos. Puse las manos abajo del agua, salí y seguí caminando. Paré un taxi y me fui al banco. Llegué justo antes de que cerrara. Me senté a llenar los papeles con la lapicera apenas sostenida entre los dedos, como agarran lo niños. Cuando salí del banco me fui a la farmacia, le mostré las manos al farmacéutico y le pedí un desinfectante. El hombre desapareció detrás de los armarios y demoró un rato. Volvió con un algodón empapado en algo, me agarró la mano y me dijo aguantá un poco. ¡Ay! Te arde o te duele me preguntó. Todo, todo. Después me dejó apretando el algodón en la mano y se fue otra vez para el fondo. Volvió y me vendó la mano. ¿Estás mejor me dijo? Cualquier cosa volvés. Me dio un beso y me deseó feliz año.
martes, diciembre 27, 2005
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1 comentario:
La realidad es más áspera: el almacenero me quiso vender el agua y me tuve que ir a buscar una canilla a otro lado; y el farmacéutico no es un completo extraño porque entré a la farmacia de mi barrio. Sin embargo, al final del día me quedó el sabor de la amabilidad de la gente, la sensación de gratitud, y me olvidé de las ganas que tuve de putear al almacenero.
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