martes, julio 28, 2009

Desde el molino

No me gusta el olor a gas, ni a nafta, el del coliflor o el bacalao. Me gusta el olor del sol cuando calienta en la ropa que está en la cuerda y el olor al pasto recién cortado, entre tantos. Pero hasta hoy no se me había ocurrido atender a otros aromas, como el de la harina. No me refiero a la harina cocida en el horno de pan, sino a la blanca y cruda que se desparrama y flota en el aire. A la que ponés en el palote, o entre las manos para que no se te pegue la masa. Conocí a alguien que tiene debilidad por el olor de la harina, y duerme entre los sacos enormes de arpillera en donde almacenan la fécula las panaderías. Visita a diario las fábricas de pasta, saca número y mientras espera turno inhala bien hondo. Se va cuando atienden al número que lo antecede. Mientras me contaba su afición por ese perfume seco, el color blanco nos rodeó y sólo quedaron sus lindos ojos delante de mí. Tan lindos que me zambullí (con zeta). Nadé un rato en la ternura de su mirada pero no puedo asegurar que me estuviera viendo. Entonces salí, y con el agua de sus ojos en mi cuerpo me tiré en la harina que nos rodeaba y me hice milanesa, como los niños en la playa. Él me olió, me agarró de la mano y me abrazó.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué lindo, Sole.
Besos

Sole dijo...

Hola Sor Juana! :-))
Besos para tí.