domingo, abril 12, 2009

La sentada

El frío no había llegado al cuerpo o al aire. Era el tiempo en que las polleras cortas del uniforme y las medias debajo de las rodillas alcanzaban para detener al viento. Incluso en la desprotección de la parada del ómnibus, donde los remolinos saltaban entre las baldosas vacías del frente de la Intendencia y el quiosco de diarios de la esquina, que compartía ese rincón con un reloj de pie que había dejado de marcar la hora. Ahí, en el cruce de la calle Ejido con la principal avenida de la ciudad, estaba la parada donde tomábamos el ómnibus para volver del liceo a casa. En esa misma esquina, ese día nos juntamos con otros estudiantes, luego de clase, para protestar por la suba del boleto.

El calor no salía sólo del cuerpo. El aire se había cargado de oxígeno, y algunas palabras volvían a circular, y encontraban emociones que emergían de abajo de las baldosas, de las paredes de una ciudad que había permanecido muda. El despertar de la ciudad era tan intenso como el despertar el cuerpo, y llegó como una primavera inesperada en medio de un invierno. El pelo corto, el primer botón de la camisa abrochado, la fila silenciosa para entrar a clase, el riguroso grito de “derecha-dre” que nos hacía girar al unísono en la clase de gimnasia, y la pollera debajo de la rodilla se habían terminado. La vida se nos apareció así, de golpe, tal como se les había esfumado. Si el ruedo no tenía que quedar debajo de la rodilla, podíamos probar cuánto subía. Si el primer botón no debía estar abrochado por qué debería estarlo el siguiente ¿cuántos botones se podrían desabrochar?. Con una curiosidad parecida a la que entonces nos generaba rozar otros labios, más apurada por la novedad que por el erotismo, ese día fuimos a la protesta.

La avenida 18 de julio es la calle principal del centro de Montevideo, y en el corte con la calle Ejido hace una cruz a la cual atraviesan centenares de autos y ómnibus que van y vienen de todos los barrios de la ciudad. Ahí, en esa cruz, se hizo la sentada. De a uno fuimos llegando, y charlando unos con otros bajamos de la vereda y nos paramos en la calle. Uno con el mate, otro con los libros, y con la alegre complicidad de una travesura varios nos fuimos sentando. Alguien se sentó y lo siguió el de al lado, y a ese otro, y así, en poco rato, el tránsito se había parado. El asfalto estaba tapado, de Ejido a Yaguarón y también hacia el otro lado. Me ubiqué cerca de la esquina donde está el bar La Pasiva, o más bien ahí me fui quedando, sentada en la calle, de espalda al bar y a la policía que fue llegando.

Los miré y no les vi las caras. Tenían unos escudos transparentes, cascos, y palos en la mano. Se acomodaron uno pegado al otro, y ahí se quedaron. Sin miedo seguí conversando. El tiempo en que corrían gente con esos escudos había terminado. Entonces era una niña y vivía muy cerca de ese barrio. Desde el balcón de la calle Brandzen los vi pegar y perseguir a mucha gente con esos escudos y palos. Las personas corrían por 18 de julio, y se metían por las calles transversales, y hasta por las paralelas, como la calle Brandzen, para intentar esconderse y huir de los mazazos. Mi madre me habló con la voz firme: “Andá, corré al portero eléctrico, hasta que te avise no dejes de apretarlo”. Algunos se escondían dentro del edificio, y así no podían encontrarlos. Pero ese era tiempo pasado. Protestar ahora era posible, y legítimo era pedir por un boleto más barato.

Los que íbamos al liceo comprábamos boletos de a cien, o de a cincuenta, colocábamos el rollo en una boletera, y usábamos ese carné con nuestra foto para pagar el viaje. El guarda agarraba la boletera, estiraba el rollo y lo cortaba. Se fijaba que el boleto estuviera vigente, y nos daba paso para seguir viaje. Ese día, como era habitual, andaba sin plata y con la boletera. Alguien empezó a cantar y la fuerza del canto se nos fue pegando. Cantar con otro te acerca, te hermana y abriga. El que no canta se aleja, censura. El que no canta, como el que no salta, es un botón. El canto se escuchaba en la ciudad y la policía seguía muda. Algo cambió en el aire, y los escudos comenzaron a moverse en silencio. Sin hablar, dieron un paso, dos, hacia delante, empujaron un poco y sentí que nos apretábamos. Ante el apretuje nos paramos y seguimos cantando. Ahora, no les dimos la espalda.

Las voces miraban de frente a los cascos escondidos, y seguíamos cantando. No me acuerdo de la letra del canto, sí de la sorpresa cuando vi un brazo que levantaba un palo detrás del escudo para pegarle a cualquiera que estuviera debajo. Mi reacción fue inmediata: corrí, corrí con las piernas cada vez más largas. Escuché gritos, pero yo no grité, sólo corrí sin parar, atravesé la explanada de la intendencia y seguí corriendo. Crucé la calle, y seguí por Constituyente donde vi un ómnibus parado. Me subí sin mirar el número y arriba me detuve a tratar de respirar más pausado. El ómnibus estaba casi vacío y a mí el aire me entraba y salía demasiado rápido. Me agarré del pasamanos con la izquierda, mientras con la otra mano intenté encontrar la boletera. Busqué en los bolsillos, en el bolsito que me colgaba del hombro, en todos lados. Pero en la corrida se me había escapado. Miré al guarda. Perdí la boletera, le dije. Me devolvió la mirada. Una mirada fija, y en silencio, parecida a la de una señora que estaba sentada. La mujer se levantó y, sin decir nada, se acercó al guarda, pagó el boleto, me lo dio y me devolvió el aire para decir gracias.

2 comentarios:

Gabi dijo...

Sole, estoy disfrutando como loca de tus cuentos. Cuántos recuerdos, por Dios!! El apartamento de la calle Brandzen, la boletera... la rebledía de la juventud...Te quiero!

Sole dijo...

Gabi, que alegría que estés disfrutando de la lectura :-))))

¡¡Yo también te quiero Gaby (con y griega)!!

besos

Sole