Decidí no calentar más el agua en una olla porque las ollas no son para calentar agua salvo que uno tenga la intención de tirarle algo adentro, y mantener el orden en este tipo de acuerdos sociales, de vez en cuando, me hace sentir civilizada.
Decidida a volver con una nueva caldera, y mandar a la basura a la vieja que largaba un sucio caldo luego de ser incinerada (ver Las ollas en remojo) me fui al supermercado a cambiar mis puntos. Volví con una brillosa y hermosa caldera de mango negro. De las que chiflan, se sabe: si me olvido de ponerle agua a la caldera también me puedo olvidar que la puse sobre el fuego, entonces como precaución siempre compro de las que chiflan.
Llegué a casa con la pava brillante hace menos de una semana. Y volvió a suceder. Iba camino a la puerta de calle cuando un olor extrañó me hizo asomarme a la cocina y descubrir a la caldera casi en llamas. Pero esta vez la responsabilidad no fue mía. La pava no chifló. Es decir, tenía agua, tenía el chifle en posición de chiflido, y sin embargo no emitió sonido alguno. El fuego, luego de pasar los cien grados Celsius y cumplir con todas las leyes de la química en el proceso de evaporación, siguió calentando la brillosa caldera hasta comenzar su descomposición. El calor aflojó el vistoso mango negro que cuando moví la caldera de lugar se me quedó en la mano. También se cayó a un costado el botón negro de la tapa. Dejé los restos sobre una hornalla fría, me refresqué los dedos en el agua de la canilla y salí de la casa.
Caminé varias cuadras sin poder pensar en otra cosa que en las calderas quemadas, las calderas sin agua y las calderas que no chiflan. Intenté encontrar un significado, un mensaje detrás, delante y en todas estas calderas rotas. Después consideré la posibilidad de que el mensaje no estuviera en lo que está arriba, sino en lo que está abajo. Es decir, quizá esta historia no trata de calderas, sino de un fuego descontrolado.
domingo, marzo 29, 2009
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