Los problemas eléctricos aparecieron en el tercer año de convivencia. La luz en la cocina se prendía y apagaba según quién de nosotros entrara. Apenas Martín ponía un pie en la primera baldosa que separa al parquet del living del piso de la cocina, la luz se le encendía sin importar la hora del día o la noche. Tenemos que llamar al electricista, me dijo un día entre risas cuando me despertó para desayunar con las tostadas recién hechas.
No le di importancia hasta que empecé a notar que la misma luminosidad que perseguía a Martín a mí se me escabullía. Bastaba con que encendiera la hornalla de gas y la lamparita que colgaba del techo se apagaba. A veces, cuando me despertaba de noche y caminaba descalza a revolver la heladera en busca de algún yogurt para matar el insomnio entraba a la cocina, metía la mano al costado de la pared para presionar la llave de luz y la prendía pero luego, cuando abría la puerta de la heladera, titilaba y se apagaba.
Algo le comenté a Martín y él me sonrió y me dio un beso, creo que creyó que eran cosas mías. No insistí ni llamé al electricista. Con el tiempo me acostumbré a cocinar en la penumbra de la llama de la hornalla y a dejar los vasos a mano para prescindir de las luces cuando me despierto con sed en el medio de la noche.
domingo, diciembre 17, 2006
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El primer libro que leí de punta a punta sin haber llegado a entenderlo a fondo pero adivinando lo que no sabía, se llamaba Ana. Era un libro de carne y hueso cuyas páginas eran dedos y labios y cavernas y montañas que enseñaban lecciones imperecederas. No fui yo quien lo eligió, sino todo lo contrario.
Desde el prólogo y hasta el punto final era un puro aprender a vivir. Cada frase pronunciada por las caricias de sus dedos provocaba piel de gallina en todos mis sentidos, y cada párrafo que el sudor escribía sobre la epidermis de mi ingenuidad, casi siempre terminaba en un maremoto de suspiros de alegría. Cada capítulo era una invitación irrechazable a visitar el siguiente, y así discurría el argumento hasta desmayar de tanto leer y ser leído.
Creo que a Ana la leí casi todas las tardes de mis trece años, mientras las palomas que anidaban en la magnolia nos espiaban por la ventana del balcón, probablemente intentando aprender a leer como nosotros lo hacíamos.
Hoy, sí, hoy, después de tantos años, lustros, décadas, frases, párrafos y capítulos protagonizados por mí a lo largo y a lo ancho de la vida, sé que en los no pocos libros que leí y leo y leeré desde entonces, siempre buscaba y busco y buscaré entre las piernas de sus renglones, entre las frases de sus muslos, entre los capítulos de sus senos, bajo la encuadernada moraleja de sus orgasmos, a la primera Ana que leí en prosa y verso y entendí sin más palabras. Debo reconocer que casi la encontré no pocas veces en otros libros. Pero no más que casi.
Debe ser por eso que todos los libros para mi son uno solo, aunque siempre traducido al lenguaje particular de cada una de sus autoras. Todas las entrepiernas me enseñan la misma y repetida lección, y todas las veces que leo y entiendo el mensaje, me siento por un instante como si tuviera trece abriles en flor y fuera yo el verdadero autor y único lector de la sinfonía vital escrita sobre las páginas en blanco de mi pubertad.
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