El escritorio que era de mi abuelo está debajo de un montón de papeles. Tiene dos cajones profundos largos con las manijas rotas, y contaría como puedo abrirlos si esa bocina que suena mientras escribo no me desconcentrara tanto.
Piii, piii, piii, sigo escribiendo y vuelve a sonar piii piii piii. Son las 11.40 PM. En esta ciudad no se respeta al silencio piii piii piii. Tengo ganas de abrir la ventana y buscar al que toca la bocina y capaz tirarle un poco de agua o lanzarle un banco chiquito tapizado con un estampado color uva que tengo acá en el comedor, pero hace demasiado frío y además ahora se calló.
Para abrir los cajones sostengo la palma de la mano contra la superficie (pii piii ¡¡no puede ser!!) coloco la mano abierta sobre la superficie de abajo del cajón que queda en la parte interna del escritorio. Con la palma entera levanto un poco el cajón y lo desplazo hacia mí.
El roble del escritorio quedó escondido junto a otras cosas (en general de papel) que dejaron de ser informaciones o recordatorios para volverse símbolos (pii) quebrados, retacitos de vida que quedaron ahí guardados en unos cajones.
Hace tiempo que no los abro y no sé bien qué hay adentro aunque me acuerdo de un papelito recortado con un nombre y un teléfono que nunca voy a marcar. Si quisiera volver a verlo viajaría un rato para llegar a esa otra ciudad, para luego ir rumbo al sur, y después caminar siguiendo el rastro de los aviones en el cielo. Su casa queda justo abajo. (pii piiiiiiiiiii)
Al papelito lo voy a tirar porque en cualquier caso no lo voy a llamar por teléfono, lo voy a ir a buscar caminando detrás del ruido de los motores y de la flecha blanca que marcan los aviones en su vuelo.
viernes, mayo 12, 2006
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