Puse el recibo del teléfono debajo del mantel de la mesa del comedor antes de salir de mi casa. Guardo todos los recibos de los pagos que realizo desde que murió mamá y me hice cargo de administrar el apartamento que compartimos. Empecé a almacenarlos en carpetas de diferentes colores que me indican dónde puedo encontrar alguno si fuera necesario. El rojo para el teléfono y la luz, el verde para las tarjetas de crédito, el azul para el resto de los recibos. Usé los mismos colores cuando cambié las carpetas por biblioratos. Pero tuve que dejar de comprarlos porque no entran más en los estantes de la biblioteca del cuarto de mamá donde los guardo. Acepté con resignación que hubieran conquistado un espacio de la casa que no me pertenece y hace seis meses cerré la puerta del cuarto y no volví a entrar. Desde entonces empecé a acomodar los recibos y papeles en los espacios libres de mi hogar. Se fueron apilando uno a uno, rellenos del polvo que sin invitación se acomodó entre cada uno de ellos. Los guardo arriba de las mesas, debajo de los almohadones del sillón, entre los libros de la biblioteca del living, e incluso detrás de las fotos de los portarretratos.
Mi casa tiene un olor seco, penetrante que se confunde con el aroma de las tostadas matinales y no se diluye jamás. El olor se escapa del cuarto de mamá y recorre mi cuarto tiñendo las cortinas, la colcha de mi cama y llega hasta el living cubriendo el tapizado del sillón. Pero no me molesta, así que sólo abro las ventanas para que el aire y el sol lleguen a la única planta que queda viva en mi casa. Es un ficus que combina distintos tonos de verde. Antes de que muriera mamá la planta rebosaba de hojas que tenía que acomodar para que no rozaran el piso. La maceta está sobre la misma mesita en que la puso mi madre el día que la trajo. Justo al lado de la ventana. Pero ahora los cabos están casi pelados, le quedan menos de una decena de hojas grandes, las más viejas y resistentes. La riego cada dos días, como a las siete macetas de las plantas marchitas que ordené en hilera debajo de la ventana del living. La tierra está negra, húmeda, pero los brotes no han querido aparecer.
Cuando salí de casa me encontré a la vecina esperando el ascensor. ¡Qué olor! murmuró. Buen día, le dije con cortesía. La vecina apretó tres veces seguidas el botón para llamar al ascensor. Hoy viene el fumigador a su casa, me dijo. ¿Se acuerda? Es indispensable poner veneno en todos los apartamentos del edificio para erradicar a las cucarachas. ¡Ah! Me había olvidado, le contesté. Justo ahora tengo que salir. ¡No! Espere, por favor. Ya es la tercera vez que viene el hombre a su apartamento y no la encuentra. Espere. El ascensor llegó pero la vecina no abrió la puerta. Se recostó sobre ella impidiéndome el paso y sacó un celular. ¿Señor Jiménez? Le habla la señora Antúnez del décimo del edificio Blueram. Sí, sí, la vecina necesita salir ¿usted podría venir enseguida antes de que se vaya? Muchas gracias. Guardó el celular en la cartera y me dijo está cerca y viene para acá. Vamos a esperarlo abajo dijo abriendo la puerta del ascensor.
No alcanzamos a salir del ascensor en la planta baja porque el fumigador ya estaba ahí. La del noveno le había abierto el portón. El hombre tenía una máscara colocada en la cara y llevaba una especie de pequeño tanque con ruedas y una manguera. Vestía un mameluco marrón que le cubría todo el cuerpo y se hundía dentro de las mangas de los guantes y las botas de goma. Para sellar bien su vestimenta el señor Jiménez usaba unas gomitas de color rojo que le apretaban las muñecas y las piernas.
Nos ubicamos todos en el ascensor y volvimos al décimo piso. Usted abra la puerta y espere acá, me dijo el fumigador. No demoro más de quince minutos. Le abrí la puerta y me senté en los escalones de la escalera. El hombre entró y se encerró. La vecina y yo nos quedamos en silencio. Empezamos a escuchar el zumbido de la manguera cuando me acordé de mamá. Me sentí un poco inquieta por lo que podría pensar. Seguramente no iba a entender. Qué molestia. La inquietud me hizo levantarme. Voy hasta el almacén, le dije a la vecina. Cuando estaba abriendo la puerta del ascensor el fumigador apareció de golpe en el corredor. Había dejado la manguera prendida y estaba tratando de sacarse la máscara. Se la quitó y vomitó en la escalera. ¡¿Qué le ocurre!? le preguntó mi vecina. ¿Se envenenó? ¡Llamo a una ambulancia! dijo con el celular en la mano para tranquilizar al hombre descompuesto. No... no.... masculló el señor Jiménez haciendo un esfuerzo por hablar. Llame a la policía. Hay un cadáver pudriéndose arriba de una cama, dijo y me miró.
(Publicado en Crisálida, 12 ficciones uruguayas. Octavo Piso Editores)
martes, abril 11, 2006
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
5 comentarios:
vbSí, lo recordaba de algún lado...
En realidad "Sí", no "vbSí".
:-))) ¡¡Se escapó del papel!!
Un beso
Sole
Merece toda la difusión.
Beso.
aaaaaaaaaaaaaaaaahhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh mu bueno!
Publicar un comentario