Apagué el timbre del teléfono, de la puerta y cerré las persianas. Incluso apagué el televisor porque toda la programación recordaba el día de Navidad que estaba decidida a ignorar. Fui a la cocina y revisé el placard. Tenía un paquete de fideos, un resto de arroz y un kilo de polenta de esas que se cocinan en un minuto. Aunque eran casi las 10 de la noche, y tenía hambre porque las galletas que acompañaron el mate de la tarde fueron pocas, quería demorar la preparación de la cena, distraerme un poco haciendo ruido con las ollas y los platos para tapar el sonido de esos petardos y de los fuegos artificiales que se asomaban esporádicamente por las rendijas de mis ventanas cerradas.
Encontré un par de tomates, y con los dientes de ajo que nunca me faltan en la cocina me decidí por los fideos. Agarré una olla mediana y la llené de agua, le puse un puñado de sal, un chorro de aceite y la dejé sobre la cocina con el fuego bajo. Sobre la mesada de mármol empecé a pelar los ajos. Me quedaban cuatro dientes de una cabeza y los desnudé a todos. Dejé sus pieles sobre el mármol y en la tabla de madera empecé a picar sus cuerpitos en finísimas rodajas que volví invisibles de tanto cambiar la dirección del filo del cuchillo. El olor del ajo salió de la cocina y llegó hasta la puerta del living donde las risas de los vecinos y el aroma a lechón detenían mi farsa de pasta con tuco.
Los fuegos artificiales empezaron a sonar más seguido. Me acerqué al teléfono a ver si la luz de los mensajes titilaba y lo vi prenderse y apagarse tres veces. Subí el volumen para escucharlos pero no habían dicho nada. Se oían ruidos y un soplido corto, repetido, de alguien que iba perdiendo el espíritu navideño ante el reiterado encuentro con el contestador. Debe ser S. Le pareció una estupidez mi decisión de ignorar la Navidad. Es imposible, me dijo.
Los resoplidos grabados eran más incómodos que un simple Feliz Navidad. Ese bufido era un sermón mudo que empezaba a calarme la entraña con una angustia apretada de festejo navideño oculto en algún lado de mi cuerpo, al que no podía apagar. Miré el reloj y eran las once menos cuarto. El agua estaba hirviendo hace rato. Tiré los fideos en la olla y saqué una sartén para saltar el ajo y el tomate. La cubrí de aceite pero no prendí la hornalla. Mojé un pan en el aceite, lo hundí en la pulpa de un tomate y lo tapé con rebanaditas de ajo. Esperé que los fideos estuvieran al dente, los colé, los guardé en un tupper y los metí en la heladera. Mordí el pan, cerré la puerta de la cocina, y salí a la calle.
viernes, octubre 14, 2005
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