domingo, octubre 02, 2005

Los pájaros

Mis brazos se elevan por encima de mi cabeza y acompañan el movimiento de sus alas cada vez que aparecen. Gritan como palomas, emitiendo un sonido parecido al viento que se entrecorta en forma constante, se entrevera con el chasquido de su aleteo, y envuelve toda la habitación a medida que la van poblando. Sin embargo, por su aspecto negruzco sé que se trata de otra clase de pájaros. Sus alas aterciopeladas y brillantes son desproporcionadas para ese cuerpo pequeño. Firmes y elegantes se baten con fuerza ocultando en forma intermitente su cabeza redonda, y dejando colgar unas finísimas y delicadas patas.

La primera vez que me visitaron fue durante la cena de mi compromiso. Mamá había sacado la loza de mi abuela y unas copas que no usaba hace años. Sobre la mesa rectangular tendió un mantel claro, bordado en forma cuidadosa que llegaba al piso. Y al lado de cada uno de los seis platos colocó las servilletas, también bordadas.

Renzo me trajo flores y mi madre se apuró a acomodarlas en un jarrón sobre la repisa que está al lado de la ventana. Eran florcitas blancas, chiquititas, que parecían encendidas entre las ramas verdes que le habían puesto en la florería. Mi suegro llegó con una botella de Felipe Rutini que descorchó antes de sentarse. Lo vi llenar las copas de mis padres sin colmarlas. Renzo entonó ese ritmo bromista que le sale tan bien para poder decir cualquier cosa, le pidió que nos sirviera un poco más, y se sentó al lado mío. Mientras su padre servía el vino, Ana, mi suegra, se comió unas aceitunas y abrió la servilleta para secarse el aceite salado que se te impregna en las manos cuando están jugosas.

Estaba levantando mi copa para brindar cuando aparecieron los pájaros. Papá fue el primero en saltar del asiento. Tomó a mi madre del brazo y la escondió debajo de la mesa. Mis suegros sentados en la otra cabecera no tardaron en seguirlos. Renzo se levantó de la silla y se quedó parado mientras los pájaros se multiplicaban a su alrededor y le rozaban el rostro con las alas. Cuando fijó la mirada, los vio, se asustó y corrió a refugiarse entre las cortinas. Me quedé sola sentada en la mesa sin saber cómo detener la bandada. Quería abrazarme a mis padres debajo de la mesa o correr al lado de Renzo y abrir las ventanas, pero no podía moverme de la silla. Me pareció estar temblando. Eran mis brazos que aleteaban en lo alto.

Empecé a gritar mamáaaaa mamáaaaaaa, y creí que no me escuchaba. Pero me dijo querida, ¿qué te pasa?? ¿Te sentís bien? Estás sudando. La miré y estaba sentada a la derecha de la cabecera, al lado de mi padre. Los pájaros, los pájaros, murmuré. Pero si no fue nada. Deben ser esas polillas que atrae el calor, contestó Renzo mientras corría las cortinas para abrir la ventana. Mi suegro se agachó debajo de la mesa para levantar la servilleta que se le había caído a Ana. Papá se apuró a brindar. Por la feliz pareja, repitieron todos.

Con la copa en la mano, levanté la cabeza hacia el techo y los vi prolijamente colgados de sus casi invisibles extremidades, con las alas estiradas sobre la pared donde quedaban camuflados entre las sombras de humedad. A veces se cuelgan mezclándose con la corteza de los árboles, simulan ser uno de esos nubarrones que anuncian tormenta, y hasta se disfrazan de manchas en las sábanas de nuestra cama matrimonial. Desde esa noche no volví a levantar mis brazos cuando hay gente. Pero de tanto en tanto, si estoy sola en casa, empiezo a aletear y los escucho ulular mientras vuelan oscureciendo el aire de mi nuevo hogar.


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