Salí del consultorio del dentista con sus honorarios retumbándome en la cabeza y las placas dentales en una carpeta. El presupuesto me hizo arrastrar los pies durante varias cuadras con la misma cara invisible de los que caminan por 18 de julio, hasta que llegué a la estación de Ancap, en Pablo de María. Decidí cambiar de dentista y seguir caminando hasta mi trabajo. Empecé a mirar los rostros agrisados por el humo de los caños de escape y resignados al carnaval de motores. Los cuerpos medio encorvados se evitan, no se hablan y se multiplican a ambos lados de la avenida más céntrica de Montevideo.
Me paré en el semáforo de Eduardo Acevedo y por primera vez noté una gaveta de policía al frente de la Facultad de Derecho. Está custodiada por una mujer en uniforme con un perro entrenado. El pastor alemán descansa indiferente al tránsito y a los miles de pies que van y vienen a su lado. La policía está firme, de pie, orgullosa como un blandengue. La parada de la universidad estaba repleta. La gente espera silenciosa el momento de estirar el brazo al número adecuado. Seguí caminando y me crucé con una chica que hablaba sola. Hay que encontrar alguien que hable francés, repetía. No tenía más de 25 años, era castaña, de aspecto prolijo y sus pensamientos explotaban en medio del tumulto de la ciudad.
Recién al pasar por la Biblioteca Nacional vi dos caras sonrientes. Eran un hombre y una mujer, de más de 50. Ella mostraba las piernas gordas y completamente invadidas por la celulitis con una minifalda muy corta. Se hablaban muy cerca y sonreían. El hombre, mucho más flaco, llevaba un traje un poco gastado y le decía algo al oído. Seguí contando caras taciturnas y rostros apurados en la cuadra siguiente, la del Banco de la República. Las fuentes ubicadas a lo largo de la fachada de la institución estaban prendidas. Largan unos chorros delgados, que se elevan como fuegos artificiales blancos y caen sin cesar. En la puerta del Banco un hombre silbaba un tango.
Crucé Minas y 18 y el silbido cruzó conmigo. Cuando llegué a la puerta de mi trabajo no encontré al señor del acordeón. Hace años que se sienta en un banquito al lado de la puerta del edificio, con unos lentes negros para ocultar sus ojos ciegos y una lata para recibir las monedas de los que aprecian su música. Las personas no sólo dejan caer monedas en la lata al pasar, sino que muchas veces se detienen a escuchar los tangos de ese acordeón.
Podría jurar que me ve cuando bajo del taxi, y paso a su lado. Pero es completamente ciego. Creo que reconoce mi taconear, mi voz y la de cada uno de los que entran y salen del edificio. ¿Dónde está el señor? le pregunté al portero. Lo atropelló una bicicleta en Aires Puros me dijo murmurando. Está muy grave, lleno de cables, muy mal. ¿Tiene familia? Sí, tiene un hijo y un hermano, pero los médicos dicen que no lucha por vivir.
Subí al ascensor y apreté el quinto piso. Me sentí caer. Apreté el código para entrar a la oficina y me senté en mi escritorio. No había terminado de sacarme el saco cuando un compañero de trabajo se acercó con un CD en la mano. Te traje un disco, me dijo, te grabé todo Gardel y un poco de Julio Sosa en el espacio que quedaba libre. Dejé la carpeta de las placas dentales sobre el escritorio y prendí la computadora. Puse el disco y Gardel empezó a cantarle a Buenos Aires.
lunes, octubre 10, 2005
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1 comentario:
Mala cosa que la salud pública no cubra la asistencia dental. Peor si la situación económica no permite a los ciudadanos hacer frente a los costos por lo privado. El nivel de riqueza de un país entre otras cosas, se mide por la sonrisa de sus ciudadanos y por las piezas que a ésta le adornan. Ni qué decir, cuando los minusválidos deben mendigar para sobrevivir.
No os queda mas remedio que cambiarle la letra al tango, y de paso lavarle la cara a 18 de julio, desde el obelisco a la plaza de la independencia.
Saludos.
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