Encontramos un espacio más abierto cerca de los parlantes que aullaban a un ritmo desconocido. Voy a traer un whisky, dijo Ana. Se la veía entusiasmada por la posibilidad de dejar un rato la mamadera. Me quedé sentada, cerca del parlante, mirando algunas figuras que se empezaban a mover. Ana vino decidida: esta es la música de ahora, así que vamos a bailar.
Al principio fue extraño, intentar moverse siguiendo el tum ta tum ta reiterado, monótono, insensible. Pero de pronto nos empezamos a reír. Hace muchos años, cuando todavía íbamos al liceo, yo decía en casa que me quedaba a dormir en lo de Ana, y ella contaba una mentira similar a sus padres. Dejábamos el uniforme en lo de M, y nos íbamos a bailar a Graffiti, a escuchar a Los Estómagos y a ver a Gabriel Peluffo cantar. Sin dormir, pasábamos por la casa de M, nos cambiábamos y nos íbamos a clase.
Recordar eso nos hizo bailar. Las dos estábamos felices. Aunque bailábamos diferente. Ana tenía el mismo ritmo de aquella niña que le mentía a sus padres. Mi paso era distinto. Hablé con tanta gente en medio de ese estruendo como si estuviera sumergida en una calma que invitara al encuentro. Escuché cosas tan locas y tan lindas que me devolvieron cierta esperanza.
Cuando me iba, un hombrecito se acercó y me dijo: no me animé a hablarte antes porque soy muy tímido, pero quería decirte que estuve toda la noche fascinado mirándote bailar. Le sonreí y le di las gracias por venir a decírmelo. Merece, contestó. Y se fue.
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