domingo, abril 13, 2008

Aromas que perduran

Mi abuela conoció a mi abuelo cuando tenía trece años. Él vivía en el barrio, en la cuadra de enfrente para ser más precisos. Cercanía que permitió que una de sus hermanas, desde una ventana, les sacara una foto mientras conversaban en la reja de la puerta de la casa, antes de que ella cumpliera los veinte.

La foto, que aún conserva mi madre, estaba en el cuarto de mi abuela cuando yo era niña y mi abuelo ya no estaba en este mundo. Mi abuela la tenía en un importante marco de color marfil, sobre una mesa, al lado de una caja roja con engarces donde guardaba algunas joyas. La mesa estaba contra la pared, debajo de un espejo. Era finita, con patas coquetas, más adorno que mesa. Al lado de la cama, la mesa de luz era todo lo que se puede esperar de su función: una veladora, el vaso de agua antes de dormir, y otra caja, también roja, de tono mate, achatada, con palabras borroneadas que se hunden en la madera (boite nature). A las de la tapa las acompaña una especie de sello que dice por arriba: flor de algo ininteligible, Le Partagas y Ca, Habana. La cerradura es un delicado pasador que tranca la caja de izquierda a derecha, sobre una leyenda que devela el contenido: 25 jazmines de partagas.

Adentro, sin embargo, no hay habanos sino flores secas que desprenden, aún hoy, aromas suaves que acarician. Cuando mi abuela murió mi madre me dio esta caja que llevo conmigo a donde voy. Una tarde, al abrir la caja y remover las hojas con mis dedos para avivar el perfume, encontré unos papelitos. Son hojas amarillentas de una agenda de bolsillo, escritas en letra pequeña con tinta manuscrita, y sangrías, en las que mi abuelo le habla en verso de este perfume duradero que es su amor.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Hermoso, Sole! Aromas e historias que no se olvidan y que son parte de una...