Me levanté y me preguntó ¿a dónde vas? A caminar ¿Por dónde? Por la costa, ahí, mirá, voy a ir por la orilla hasta donde está aquel barco ¿lo ves? Movió la cabeza y se acomodó de nuevo en la hamaca. Corrí hasta la orilla porque la arena me quemaba los pies. Me refresqué con la primera olita y seguí caminando despacio, cada vez más lento, con los ojos clavados en el agua, en la arena húmeda, en los huecos de los cangrejos, en los caracoles rotos, en las piedras verdes algunas, rosas y blancas, tan blancas. Las conchas abandonadas y quebradizas se mezclaban con los cuerpos de algunas esponjas llenas de salitre, esas que junto en las playas y cuando las llevo a casa él me dice: otra vez vos con tus muertos.
Mi tesoro de esa tarde fue una estrella enorme, áspera, tapada por una especie de musgo, u hongo, que le creció entreverado en la arena y se alojó en su superficie porosa y le cubrió todo el cuerpito de un verde parecido al de algunas piedras que también reposan ahí, cerca del mar. Me acerqué a la orilla y la sumergí pero no cambió el color. La sujeté por uno de los cinco dedos de su cuerpo y así la llevé, colgando, y la dejé gotear. Apuré el paso porque cada vez que descubro algo quiero correr a contarle, a mirarle los ojos, a escuchar como protesta por mi afán de coleccionista y después me felicita por el hallazgo, me da un beso, nos olvidamos del enojo, y nos reímos un rato hasta que agarro la estrella, corro sobre la arena hasta el agua y la tiro de nuevo al mar.
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