Por ahí me señaló apuntando la pera al fondo del pasillo donde una puerta de material compensado estaba entreabierta. Era de color beige, amarronado por el tiempo el polvo acumulado y el olvido de quien no buscó otro tarro de pintura para terminar la tarea. Al acercarme la superficie beige se volvió rugosa llena de pelitos que me pincharon los dedos cuando la rocé para empujar y pasar. Se movió rápido de tan liviana y me dejó en un descanso improvisado frente a otras dos puertas cerradas.
Una puerta era maciza y la otra sostenía un vidrio esmerilado y ondulante que mostraba a dos personas rodeando un escritorio. Acerqué los nudillos al vidrio y di unos golpecitos. Nadie se movió. Moví la mano y repetí los golpecitos sobre la madera. Sin levantarse la persona que estaba sentada junto al escritorio de espaldas a la puerta estiró el brazo y la abrió. ¿Sí? me dijo una voz apagada de ojos amarronados y de piel tan rugosa como el compensado. La otra señora sentada en el lado opuesto del escritorio no se movió y sin levantar la cabeza me mostró el desgaste de una tinta rubia sobre su pelo escobado.
Vengo a dejarle los papeles firmados, le contesté estirando la carpeta hacia su mano que permanecía aferrada al pestillo y así sostenía la puerta entornada. Sin soltar el pestillo giró el torso y con la otra mano agarró mi carpeta y la puso sobre una pila de papeles bien ordenados sobre una silla. Le avisamos cuando esté pronto dijo y me cerró la puerta. A través del vidrio la vi torcer el cuerpo para volver a su posición inclinada sobre el escritorio. Bajó la cabeza y con la mano derecha se acomodó el poco pelo que apenas se le asoma sobre la nuca desierta. La otra señora, la desteñida, miró hacia la silla estiró un brazo agarró mi carpeta y sin abrirla la selló. Está listo dijo y volvió a barrer el escritorio con su pelo quebradizo.
sábado, agosto 19, 2006
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